Por Vicente Reale, sacerdote católico

¿Cómo es esto del “miedo a pensar”?, muchos se preguntarán desconcertados.  Si todos los días -afirman- estamos pensando lo que debemos hacer, lo que debemos comprar, lo que debemos pagar, lo que haremos mañana. Sobre todo, los temas económicos ocupan la mayor parte de nuestra jornada.

Claro, no se trata de “ese” pensar. Sino de otro más complicado, más profundo y más comprometedor. Se trata de pensar nuestra propia vida desde las delicadas fibras de nuestros anhelos más íntimos comparándolos con la experiencia casi rutinaria de cada día. Cada cual, en su intimidad secreta, y seguramente sin saber lo que le pasa, se corta constantemente los caminos por los que puede avanzar en la incesante tarea de descubrir la verdad, comprender la realidad, salir de tantos engaños que la sociedad y la convivencia nos han contagiado.
Cuando nos animamos a ese ejercicio descubrimos, las más de las veces, que lo que pensamos, sentimos y hacemos en cada jornada está configurado más por el pensamiento, sentimiento y obrar de quienes nos rodean, que por nuestra propia elección y decisión. “Inconsciente colectivo”, le llaman.

Inconsciente que “maneja” nuestra conciencia y nuestras elecciones y que es omnipresente -hoy más que ayer-  debido a la globalización de la información, de la cultura, de la tecnología, de las modas de todo tipo y color, de la publicidad y del dios “mercado” que todo lo domina.
O sea, resulta más sencillo y más cómodo hacer propio y repetir lo que otros han pensado. Por eso, entre otras cosas, el mundo entero se va cubriendo más y más con ese inmenso manto oscuro al que ahora llaman el «pensamiento único».

¿Qué está ocurriendo en nuestro entorno? Una ciencia que potencia la tecnología y una tecnología que ya es imposible de abarcar, todo eso al servicio de los intereses de una economía desbocada. Esas tres cosas, ciencia, tecnocracia y capital, la nueva trinidad que manda en el mundo, ha desplazado al pensamiento.

Nos han metido en la cabeza que, en economía, no hay otra salida que restablecer y mejorar (o sea hacer más fuerte) el «sistema capitalista» y la economía de mercado, que están destruyendo el planeta y causando millones de muertos cada año.

Nos han convencido de que, en política, el Estado de derecho se edifica sobre la «democracia representativa», que de hecho consiste en que cada cuatro años depositamos nuestra libertad de decidir en manos de los intereses de un partido político al que defendemos con uñas y dientes incluso cuando nos roba descaradamente. Y para rematar la faena, nos han dicho, por activa y por pasiva, que quienes van diciendo por ahí que «otro mundo es posible» son gente peligrosa y utópica, que, más tarde o más temprano, terminan siendo los «anti-sistema», los «violentos», a los que hay que mirar con recelo o con desprecio.

También en religión intentan convencernos de que, en estos “terribles tiempos de pecado y de secularismo”, lo mejor y más necesario es recurrir a lo que se dijo y a lo que se hizo en otros tiempos, ya que eso “dio resultado”.

Ciertamente, este miedo a pensar está muy emparentado con otro miedo, del que es hermano: “el miedo a la libertad”. El miedo a hacerse cada cual responsable de su vida y de sus actos, de sus pensamientos y de sus convicciones, de sus elecciones y de sus opciones. Claro está, asumiendo todas las consecuencias que se derivan de esas elecciones y opciones. De hacerlo así, cada uno podrá tener la posibilidad de aplicarse el superlativo adjetivo de “persona” en la misma medida en que se desafíe a escalar la escarpada montaña de pensar y de obrar con libertad interior. Por supuesto, teniendo presente que ese obrar no atrinchere o haga cenizas los derechos de otros/as.

¿Qué duda cabe que el pensar con la cabeza de otros y el obrar según lo que otros deciden hace “más fácil” la vida? Nos ahorra interrogantes y dudas, perplejidades y temores, luchas internas y luchas externas. Sobre todo, nos regala “la tranquilidad” de hacer lo que hacen todos, de reír o de gritar como los demás, de no ser la oveja negra del rebaño, de aquietar nuestra conciencia con el remanido -y deleznable- dicho: “el que obedece, nunca se equivoca”; pero habría que agregar que ese tal “nunca crecerá como persona”.

Precisamente ahora, cuando nos imaginamos ingenuamente que somos más libres que nunca, es ahora cuando estamos más controlados que nunca. En el ambiente social están flotando muchos «dogmas» Sean ellos civiles, políticos, religiosos, económicos, y más. El hecho es que el pensamiento dogmático no se acaba, al contrario, aumenta. Porque es la única manera de controlar a la opinión pública y de perpetuar la «mentalidad sumisa», condición indispensable para que este mundo siga funcionando «como tiene que funcionar».

Es mi convicción que sólo quienes luchan en su vida por alcanzar logros de libertad, aunque sean pequeños logros; sólo quienes orientan su vida desde ese proyecto, podrán aportar algo válido a esta humanidad tan machacada por «el pensamiento único» que a todos nos bloquea y no nos deja ni movernos. Y ya lo sabemos: un mundo paralizado, estancado, apoltronado en sus muchas ortodoxias, un mundo así, no va a ninguna parte. Ni dejará un futuro abierto a las futuras generaciones.

A fin de cuentas, sigue siendo cierto lo que, con magistral agudeza y profundidad, dijo Fedor Dostoievsky en la leyenda de El Gran Inquisidor, de Los Hermanos Karamazov (V, 5): «Te lo repito: no hay para el hombre deseo más acuciante que el de encontrar a un ser en quien delegar el don de la libertad». Y así es. Lo que más terror nos produce (sin darnos cuenta de ello) es la idea de tener que cargar con el peso insoportable de la libertad.

Visto en www.mdzol.com